La visión de la fotografía que aporta Oscar Molina es bien particular. Su aparente austeridad no es sino un elemento más para resaltar las imágenes, siempre rotundas y valoradas por ellas mismas. Se trata de un concepto muy racional del medio, que provoca una sensación fría y lleva al autor a una pureza en la definición de los elementos próxima a los valores de la escultura.
Oscar Molina trae obras de los años 1988 a 1991 y la mayoría son procesos que crean series a lo largo de todo el período. Parte así de una caja de acuarelas, por ejemplo, para presentarnos después cada una de las pastillas de modo independiente, en lo que denomina "Variación I". Los motivos se destacan siempre sobre fondos neutros, unas veces por la saturación de luz y otras por la existencia de volúmenes construidos con variaciones de grises que deshacen un juego de negros sobre negros realmente atractivo y de difícil factura, como en el caso de las hojas que se moldean sobre el liso segundo término. Los objetos cobran entonces una entidad distinta. Por muy vulgares que parezcan se elevan a la categoría de personajes, hasta el punto que los originales de Oscar Molina podrían considerarse retratos, por más que toque este género con un planteamiento algo diferente, cuando se refiere a personas, como luego veremos.
Este protagonismo de los objetos se traduce en la búsqueda de las calidades o en el especial interés hacia determinados detalles que serían característicos. En el díptico de la plancha agujereada queda explícita esta dualidad. Pues mientras en el superior se eliminan todos los rasgos de superficie al presentarla como una lámina negra en la que destacan las perforaciones, en el inferior Oscar Molina presta especial atención a captar cada una de las peculiaridades en un interés primordial por la textura. Los dos retratos marcan a su vez posibilidades extremas, aunque ninguno es reconocible. Uno de ellos desfigura el busto al sumirlo en la oscuridad general sobre un segundo término gris, con rayados, y destaca ciertas zonas como puntos de luz. El otro, por el contrario, da la impresión de un dibujo a tinta, emborronado luego con trazos y manchas.
H. L.
Heraldo de Aragón,
Zaragoza, enero 1992